Goya, Monday 25 de May de 2020

Muchas historias se van escribiendo en este tiempo de pandemia, muchas cosas surgen, iniciativas que aparecen para ser creadas o recreadas, y es interesante el espacio que uno puede brindar a la imaginación, en actividades creativas ficticias como la literaria, por ejemplo. 

Otra cosa es la realidad, que brinda hechos que pueden significar “la experiencia”, que, así como posibilita ser vivida, amerita también ser contada.
Uno de esos hechos que no puede pasar desapercibido es la imagen que devuelve el río y sus costas en nuestra ciudad.
Movilizados por este acontecimiento particular, nos atrevimos a realizar una excursión “acuática” -en otro momento de la historia uno podrá decir una “locura”-, para ver el lecho del río en sus actuales condiciones. Y darnos la oportunidad de ir incluso un poco más allá para comprobar esos mensajes novelescos de que se podía cruzar caminando el río. Eso despertó aún más la curiosidad y motivó para establecer día y horario. Y hacia allá fuimos
Como una aventura, acaso una expedición turística, con el equipo emprendimos portando como grandes elementos, mochila, cámaras de fotos y todo el entusiasmo que se pueda tener para establecer el contacto con el Riacho Goya. Destino: las costas goyanas de la zona conocida como “la Curva” del regimiento, a pasos de la ciudad.
Antes de llegar se nos sucedían ya las imágenes de la situación histórica, casi inédita de la pronunciada bajante del Paraná.
Basados en el conocimiento de algunos de los integrantes del equipo, hicimos campamento en la zona, para a modo safari registrar ese instante. Una vez establecido el lugar, requerimos de los datos suministrados por los guías de naturaleza natos, los lugareños, que ante la presencia del equipo accedieron a marcar al estilo coordenadas, los puntos exactos por donde se podría bajar para tener la mejor captura de imágenes. En definitiva, para tener ese contacto único con esta situación de nuestro río.
Como “sapos de otro pozo”, fueron los primeros momentos de vacilación para el equipo a medida que nos “sumergimos” al agua, aunque resulte exagerado el término. Entonces el ingenio afloró: al de mayor altura, como indican las reglas, de “supervivencia”, enviamos por delante para ver la profundidad de las aguas, con un método sencillo pero certero: hasta donde le daba a él; ese indicativo permitiría al resto adentrarse. Cuando todos coincidimos en la observación de que no le llegaba a los tobillos, tomamos coraje y atravesamos la situación, encallando en un banco de arena para hacer base y registrar desde allí, en el medio del cauce del río, ese histórico momento.
Emocionante por donde se pueda explicar.
Instante en que se aparecieron recuerdos, imágenes, y entre los comentarios alguien instaló que iniciado este mismo mes de mayo, por ese lugar las caballadas de las embarcaciones habrían estado convocadas surcando las aguas del riacho Goya, buscando al surubi mayor. El recuerdo encontró el atroz silencio y la imagen de los pies mojados, como en un instante que llamó a la reflexión y a la nostalgia, que se intensificó cuando agregamos las melodías del Poeta del Surubí, Coqui Correa, con su Galopa Canoíta.
De inmediato la ocurrencia de fabricar la canoa que el estado del río posibilita, una de papel. Instantes de una infancia que se resiste a irse totalmente, de echar a andar los sueños, los recuerdos, las emociones; y para que tampoco se pierdan motivaron más de un disparo fotográfico, acaso para asegurar que el recuerdo quede plasmado.
Y aparecieron los comentarios repetidos incansablemente por la mamá de uno que siempre narraba la excepcional anécdota de que en sus años mozos pudo pasar “a pie” a la isla. La misma histórica prácticamente que el guía recuerda cada vez en Las Damas, y que ahora podrá ser narrada en primera persona. Ambos en realidad, porque ahora madre e hijo también podrán narrarlo desde el rol de protagonistas, aunque a sus propias experiencias las distancien algo más de 40 años.
Fue cuando apareció surcando ese “pedacito de Paraná”, quien para nosotros tenía pinta y rostro de Pedro, sí, el Canoero, el que nos cuenta Teresa en su canción, que ayudado por la pala que hundía en la tierra arcillosa, cruzaba el río con su “vieja” embarcación.
 Y así con esa imagen perdiéndose en el caer de la tarde nos surgía, desde la otra orilla, un animal y su dueño, el caballo y el jinete, que, ante la presencia de estos observadores, atinó a decir: “arreglo las calchas de mi caballo y saquen la mejor foto”, hecho por todos aceptado. En tanto avanzaba agregó: “soy Hugo” …, y continuó un breve trecho antes que se metiera hacia lo que uno pensó su vivienda.
Una tarde que llegaba a su fin, al igual que la excursión, pero aún quedaba algo más. Conocer a “atín” (Martín), de tan solo 2 años, quién curioso se acercó y nos indicó tener cuidado con un caballo que deambulaba, así como él mismo seguramente hace caso a su madre de tener cuidado con el río, más allá de esta bajante.
Nos permitió también observar la paupérrima realidad que les toca vivir a los isleños, ribereños, que para ellos también la vida quedó en suspenso, porque viven de una actividad relacionada a su naturaleza y a ese aliado que es el río y la tierra arcillosa, para la elaboración de ladrillos. Pero la bajante primera y la pandemia después han suspendido esa fabricación, y así desde su precariedad buscan la mejor manera de quedarse en casa.
Juntamos mochila, las prendas que tuvimos que dejar en la costa, y nos llevamos esa sensación de vivir una circunstancia que quizá otro la podrá vivenciar en otro tiempo. Hoy, nos quedan esas imágenes capturadas, esas emociones guardadas en lo más profundo de nuestros corazones, pero que desde la partida tuvieron el propósito y la necesidad, casi la obligación diría, de transmitirla, informarla, rescatarla. Porque esta sí es una experiencia para ser contada…