Dicen por ahí que lo primero que se pierde en una guerra es la verdad. De forma equivalente y a los efectos de esta nota agregaría que lo primero que se abandona mientras un incendio avanza es la capacidad de razonar sobre sus orígenes.
Naturalmente, mientras las llamas se propagan todos corremos a ponernos a salvo dejando las pericias para después. El problema surge cuando en casos como el argentino, las llamas son permanentes y la necesidad de detenernos para pensar, en medio del peligro, se vuelve perentoria; urgente.
Sí, Argentina se incendia. Y es una verdad con la que muchos hemos convivido prácticamente toda nuestra vida, aunque la situación política, social y económica actual hace que cualquier otra crisis pasada aparezca simplemente como una pequeña ola frente a un tsunami colosal.
Aún así, no es el motivo de esta nota centrarnos en lo sabido sino en su opuesto; en todo aquello que por la necesidad de atender las coyunturas extremas dejamos de lado sin notar ni hacer conscientes que justamente es toda esa “mugre” que barremos sistemáticamente bajo la alfombra, la que ha generado que lo que otrora fueron crisis pasajeras hoy se haya vuelto una calamidad con visos de eternización.
En este sentido, hace décadas que los argentinos hemos dejado de pensar en términos de eficiencia. Y como en un bucle perverso, conforme hemos perdido la capacidad de atender una cuestión tan fundamental para una sociedad, más hemos hecho hincapié en políticas públicas, regulaciones y salvaguardas arbitrarias, que nos permiten seguir insistiendo en lo ineficiente, convirtiéndolo casi en una parte constitutiva de nuestra identidad cultural.
A su vez, si alguien me pidiese hoy definir la eficiencia como concepto comenzaría, sin dudarlo, por relacionarla íntimamente con el tiempo. Sí, así como la inflación puede parecer multicausal pero siempre tiene detrás un fenómeno monetario, la eficiencia también depende de multiplicidad de variables, pero jamás, en ningún tiempo y lugar, deja de estar íntimamente emparentada con aquél que es para el ser humano su bien más escaso: el tiempo.
Sin embargo, y a pesar de ser esta una constante universal que, como la ley de gravedad, afecta prácticamente todo lo que hacemos, los argentinos nos hemos convertido en sujetos que, como indica el título de esta nota, han decidido autopercibirse como “tiempoflexibles”. Sé, querido lector, que la expresión puede resultar risueña o, en el hipersensible contexto en el que vivimos hoy, hasta controversial. Empero, fácilmente puedo demostrarle su veracidad:
¿Cuántas veces, en los últimos años, un proveedor le entregó la mercadería o servicio fuera del plazo? ¿Cuántas veces invitó a un amigo a reunirse y este llegó fuera de lo convenido? ¿Cuántas veces envió un mensaje por algunas de las múltiples plataformas de comunicación que tenemos hoy y éste fue respondido días o incluso semanas más tarde? ¿Cuántas veces usted mismo incurrió en todo lo anterior?
Vamos, sea sincero: somos pocos (45 millones no es nada en el mundo de hoy) y nos conocemos mucho.
Lo sorprendente, si se lo analiza en perspectiva, es que en la mayoría de estos casos siquiera media una disculpa. Dicen también por ahí, que la hipocresía es el homenaje que paga el vicio a la virtud. En tal sentido, si aunque sea mediase tras cada incumplimiento una disculpa falsamente prodigada, la sociedad estaría dando cuenta de que aún valoramos al tiempo como un factor decisivo pero que por algún motivo no podemos adaptarnos a él. En dicho escenario, más que un problema, aparecería una oportunidad de mejora, alcanzable a través de capacitaciones, comunicación y un “nuevo modo de hacer las cosas”. Esto, aunque nos sorprenda, se ha probado con éxito en más de una latitud de nuestro planeta.
Cuando siquiera esto sucede (como en la mayoría de los casos diarios) lo que estamos desnudando es una percepción colectiva que afirma que el tiempo no es un factor importante, que los acuerdos con los demás pueden ser incumplidos y que, obviamente, la eficiencia no es un factor determinante de aquello que logramos o dejamos de lograr. Este escenario, a diferencia del anterior, sí representa un problema porque un cambio cultural colectivo ya de por sí es un enorme desafío en esencia, pero se transforma en un imposible cuando siquiera es percibido como necesario.
“Spoiler alert”: gran parte del resto del mundo no piensa así.
Conforme nuestra crisis avanza, muchas son las voces que advierten que, contra toda nuestra costumbre histórica, Argentina deberá abrirse al mundo y salir a competir con sus enormes recursos en el mercado internacional. La mirada, en muchos de estos discursos, está puesta en el ordenamiento de las cuentas fiscales, balanzas de pago, adquisición de reservas, estabilización de nuestra moneda, y otros tantos diversos factores macroeconómicos. Sin embargo, como en la imagen de quien corre fuera del incendio sin pensar, con la que se inició esta nota, rara vez alguien advierte que el factor microeconómico (aquél que da cuenta de la dinámica de nuestros procesos), es en gran medida la causa primera de esos otros factores que sí nos llaman diariamente la atención.
Replantearnos un “nuevo modo de hacer las cosas”, junto a un renovado pacto de convivencia que ya no solo no tolere, sino que reprima socialmente el incumplimiento, la falta de respeto, el mal uso de nuestros recursos (entre los que se destaca el tiempo) y la violencia, es tan fundamental para ese otro país que queremos ser, como erradicar la inflación y hacer crecer nuestra economía. Y lo que es más, querido lector: le afirmo hoy, sin ningún tipo de duda, de que lo segundo será absolutamente imposible sin decidirnos a conquistar lo primero.
Quizá, en resumidas cuentas, el gran desafío por delante será replantearnos nuestro folklore argentino y ver qué de él decidimos ensalzar como virtud y qué dejar atrás para finalmente convertirnos en eso que sabemos que podemos ser: un país potencia, faro del nuevo mundo que se gesta día a día.