Qué decían los medios, cuáles eran los consejos de los profesionales de la salud, los protocolos, los miedos, lo que pasaba, lo que estaba por pasar
“Confirmaron el primer caso de coronavirus en la Argentina”. “Coronavirus: Argentina confirma su primer caso de covid-19″. “Primer caso de coronavirus en la Argentina: trasladaron al paciente a otra clínica”. “Coronavirus| Confirman el primer caso en la Argentina: es un hombre que viajó a Italia”. “Confirmaron el primer caso de coronavirus en Argentina: trasladaron el paciente a otra clínica”.
Estos titulares idénticos de los principales medios del país tienen la misma fecha: 3 de marzo de 2020. Pese a que la Organización Mundial de la Salud había declarado una emergencia de salud pública de relevancia internacional el 30 de enero de ese año —condición que mantuvo hasta el 5 de mayo de 2023— hasta el 3 de marzo en Argentina aún reinaba una aparente normalidad. Toda a la que está acostumbrada este país. Aunque desde comienzos de 2020 había un runrún. Un murmullo que rodaba en el aire. Se veía en las noticias una nueva enfermedad muy contagiosa, aparentemente no demasiado grave salvo algunas excepciones —no quedaba del todo claro—. Una gripe, una neumonía, que se transmitía con facilidad. Que había empezado a circular en diciembre de 2019 en una ciudad china, desconocida para muchos, llamada Wuhan.
En el sur del mundo eran meses de viajes y vacaciones, y ya se instalaba cierto recelo con los turistas internacionales. El virus no era un asunto solo de China. A esta altura se sabía que se transmitía por las partículas de saliva que las personas excretan al toser, hablar o estornudar y que el covid ya había viajado de Asia a Europa. Ya aparecían en fotos y tomas de los medios de comunicación algunas personas con barbijo. Y en estas fronteras se miraba con desconfianza a quienes los usaban en la calle, en el transporte público. Mucho más a quienes los usaban en una guardia médica o institución de salud.
En las oficinas, en los negocios del barrio, en los asados del domingo, las conversaciones arribaban inevitablemente ahí. “Che, ¿viste lo del virus de China?”. “¿Qué es eso del coronavirus?”. “Está lejísimo, no va a llegar”. “No hay que ser paranoicos”. “Se muere más gente de gripe común en nuestro país”. “No va a pasar nada”. “¿Será?”.
Con el inicio oficial del año lectivo, académico, laboral, el 3 de marzo, llegó el virus. Nadie podía imaginarse que en pocos días más los ciudadanos argentinos —como ya sucedía con otros residentes del mundo— íbamos a sentirnos dentro de una película de ciencia ficción. El 11 de marzo de 2020, una semana después de que se confirmara el primer caso en el país, el covid-19 se nombró pandemia: las personas infectadas contabilizadas eran casi ciento veinte mil y las muertes más de cuatro mil en 114 países. El 20 de marzo de 2020 el expresidente Alberto Fernández estableció, mediante un Decreto de Necesidad y Urgencia, el aislamiento social preventivo y obligatorio (aspo), es decir, el inicio de la cuarentena.
“Tenemos el primer caso de coronavirus confirmado en el país”, anunciaba Ginés González García, ministro de Salud de la Nación, en una conferencia de prensa convocada rápidamente, brindada junto a su par porteño, Fernán Quirós. “Es un paciente importado, que viene de Italia, estamos trabajando, como desde el primer día, cumpliendo con todos los protocolos”.
Las conferencias de prensa de Alberto Fernández, Ginés González y la secretaria de Acceso a la Salud, Carla Vizzotti, que anunciaban hasta cuándo se extendería la cuarentena, cuántos contagios, cuántos muertos y para dónde iba la curva según los días de encierro todavía no eran “el plan” a esperar con pochoclo y pan de masa madre recién aprendida en medio de un encierro desesperado.
El expresidente todavía no había llegado a la cúspide de la buena prensa que ganó por tomar medidas rápidas al inicio de la pandemia y después perdió hasta la humillación, hasta el escarnio, hasta el harakiri, por la fiesta de Olivos, por el vacunatorio VIP, por la acefalía política y, bastante después, por la denuncia de violencia de género de parte de su expareja.
Todavía no se había desatado la guerra fría de las vacunas y el expertise repentino de buena parte de la población respecto a los laboratorios científicos internacionales que las fabrican. Los falsos rumores. Los anti-vacuna. Los anti-esavacuna. La curiosidad acerca de cuál iba a tocar y cuál era el deseo de que tocara. Que la rusa, la yanqui o la china. Depende de qué lado de la grieta o de la ideología la persona estuviera. Que las contraindicaciones. Los efectos. La desinformación. Las leyendas urbanas.
Nada extraño para unos poquitos meses en Argentina.
Todavía no.
La primera persona con diagnóstico de covid-19 en el país era un hombre de 43 años que había viajado a Europa, había recorrido ciudades de Italia y España y volado de regreso en primera clase. No había tenido contacto con demasiadas personas en el vuelo. También se supo que vivía solo.
A poco de aterrizar en Ezeiza, el 1 de marzo, el viajero fue a una guardia médica porque tenía fiebre, tos y dolor de garganta. Los primeros signos de alerta, para esta fecha, conocidos por la población mundial. Los que comenzaban a ser antesala del miedo. Luego fue aislado bajo la supervisión de trabajadores de la salud y quedó internado en la clínica Suizo Argentina. La Administración Nacional de Laboratorios e Institutos de Salud (ANLIS) “Dr. Carlos Malbrán”, había hecho los análisis y, “en menos de 24 horas, se obtuvieron los resultados confirmatorios”, informaba un comunicado de la cartera de Salud nacional.
“Fue aislado rápidamente, se le tomaron muestras y no estuvo en contacto con nadie en la sala de espera”, tranquilizaba Fernán Quirós en la conferencia. Y agregaba que la posibilidad de haber contagiado a otros era baja “porque el paciente no tuvo contacto social desde que llegó a Buenos Aires. Vive solo y muy rápidamente se presentó ante los síntomas”. “Hay una cuestión de miedo en la sociedad que está sobreactuada. Entiendo que nadie esté tranquilo pero es una enfermedad que en la mayoría de los casos no requiere internación, que todavía no la tenemos acá, que vamos a luchar para que no se disemine. Vamos a tratar de que no se generalice”, decía González García.
El viajero estaba bien. Había actuado de forma responsable. No había tenido contacto con más personas. La Argentina aún estaba bien de covid. Aunque no por mucho tiempo.
“Se implementó el protocolo y fue aislado preventivamente. El 2 [de marzo] ingresó al Malbrán y hoy al mediodía teníamos la confirmación. Un caso importado no cambia lo que venimos haciendo. Sigue siendo una etapa de contención en la Argentina”, decía la secretaria de Acceso a la Salud, Carla Vizzotti, también presente en la conferencia de prensa junto a González García y a Quirós.
“La seguridad del paciente y de todo su entorno se encuentran absolutamente garantizadas”, explicaban a través de un comunicado desde el Swiss Medical Group.
El protocolo —otro de los conceptos que iba a empezar a ser de uso cotidiano, como el lavado de manos, el alcohol en gel, mantener distancia, el tapabocas— ante estos casos indicaba que se activara una búsqueda de los posibles contactos con el contagiado en cuestión para analizarlos y, si fuera necesario, también aislarlos. En este caso, se buscó a los pasajeros que habían estado cerca en el vuelo. “La Ciudad se contactará con ellos y les hará estudios de control y los pondrá en aislamiento”, agregaba Quirós. Y ponía una línea telefónica —la 147— a disposición por consultas o síntomas, junto con “boti”, el chat de Whatsapp de la Ciudad, que adquiriría mayor fama a fines de ese año y al siguiente, cuando comenzó la campaña de vacunación.
El 3 de marzo de 2020 Italia contaba 2263 infectados, 79 fallecidos. España había confirmado el primer muerto y 151 contagiados. En el mundo había más de 90000 personas con el virus y más de 3000 fallecidos en 73 países. Y la Argentina se convertía, luego de algunas falsas alarmas —más de 35 casos sospechosos habían arrojado resultados negativos—, después de Ecuador y Brasil, en el tercer país de la región con un caso confirmado de SARS-CoV-2.
Al 3 de marzo se sabía que el virus tenía hasta 14 días de incubación. Que se contagiaba al toser o estornudar, cuando las partículas de saliva alcanzaban a otro, o cuando se cubría la boca y la nariz con la mano y luego se tocaba alguna superficie dejando las partículas allí. Se creía que si alguien estornudaba, por ejemplo, cerca de una baranda del transporte público y luego otra persona se agarraba y se pasaba la mano por la cara, se contagiaba. Aunque después se diría que era poco probable que el contagio se produjera de esa manera.
La recomendación entonces —y durante toda la pandemia— era lavarse frecuentemente las manos, con agua y jabón —los instructivos para hacerlo exhaustivamente comenzarían a aparecer donde se mirara: en publicidades oficiales, en medios, en negocios, en oficinas, en la vía pública— o desinfectarse con alcohol en gel y evitar tocarse la cara. También se recomendaba limpiar con frecuencia las superficies más usadas como picaportes, celulares.
En ese momento, el uso de barbijo de manera indiscriminada estaba contraindicado —esto duraría poco tiempo—. Los profesionales decían que llevarlo brindaba una falsa sensación de seguridad y protección y se corría el riesgo de descuidar las medidas de higiene esenciales, como estornudar o toser en el pliegue del codo, no tocarse la cara, los ojos. Otra acción que solía potenciarse con el barbijo para acomodarlo.
El 3 de marzo se creía eso.
Menos de 20 días después la cuarentena obligatoria sacudiría la vida de los residentes argentinos. Grandes, medianos, pequeños, recién llegados. Se cancelarían vuelos, ciudadanos de vacaciones quedarían varados, se agotaría el alcohol en gel en farmacias y supermercados y muchos de quienes conservaban stock se aprovecharían y lo cobrarían carísimo. Nos lavaríamos las manos hasta agrietarlas. Comenzarían a verse imágenes escalofriantes de la pandemia alrededor del mundo: muertos en la calle, cremaciones en serie, hospitales saturados, médicos desbordados. Profesionales de la salud que para atender debían ponerse trajes como si fueran a cubrirse de una lluvia ácida.
Cualquier actividad mínima de la vida cotidiana pasaría a ser un desafío feroz: para salir a comprar pan había que pertrecharse con barbijo, máscara sobre el barbijo, algunos llevaban guantes, repelente —porque también había dengue y no fuera a ser cosa—, no olvidar el alcohol en gel; y apenas se tocaba cualquier superficie desinfectarse de inmediato. Caminar con miedo, repitiendo siempre el mantra: “No te toques la cara, no te toques la cara, no te toques la cara”.
La plataforma Zoom pasaría a ser la forma de comunicación con el mundo por excelencia: trabajaríamos por zoom, compartiríamos con seres queridos por Zoom, celebraríamos Zoomples, se harían velorios por Zoom. Cursos, seminarios, clases, gimnasia, yoga, cocina, mindfulness, casamientos, duelos, primeras citas, últimas citas. Recitales. Obras de teatro. Todo pasaría a través de Zoom.
Podríamos hacer salidas esporádicas, “recreativas”, por turnos según la terminación en el DNI. Cerrarían negocios, se hundirían pymes, se perderían fuentes de trabajo, habría más emprendimientos, se popularizaría aún más la compra por internet. Las apps de delivery trabajarían más que nunca en su servicio de mensajería: enviaríamos obsequios de cumpleaños, día de la madre, del padre, de la niñez, sorpresas, a las casas de los que extrañábamos.
Las tareas de cuidado se intensificarían al infinito, puertas adentro, 24x7. Las madres y padres serían también maestras y maestros, orquestadores de absolutamente toda la vida de sus niños y niñas.
Haríamos equilibrio al bajar una escalera para no tomarmos de la baranda. Tocaríamos los botones del ascensor con un palito.
Dejaríamos el calzado en la puerta de casa. Nos cambiaríamos al entrar de la calle si logramos salir. Nos quitaríamos toda la ropa y bañaríamos de inmediato después de una consulta médica.
Los médicos serían los héroes de todos los días, los que no podían quedarse en sus casas para cuidarse. Los que se exponían para cuidar a todos. Se organizarían aplausos en la ciudad para agradecerles. Y aún así, personas que temían enfermar repudiarían tenerlos de vecinos.
Tener fiebre, tos o dolor de garganta era pensar que podías morir. Temer que se contagiaran seres queridos dentro de los grupos de riesgo o que se deprimieran por la soledad y el aislamiento. No poder visitar ni cuidar a los enfermos. No poder despedirse de los que se habían contagiado y estaban graves. Ayudar a los mayores de 60. Cuidar a los niños pequeños. Hacerles entender lo que sucedía. Temer por su desarrollo. Temer Por la salud mental de todos. Temer si estabas embarazada. O si acababas de parir. Temer temer temer temer temer.
Hasta que llegó la vacuna. Llegaron las vacunas y con ellas la luz de salida de la vida demencial que la pandemia había instalado.
La cuarentena obligatoria en Argentina duró 234 días: desde el viernes 20 de marzo hasta el lunes 9 de noviembre —aunque para esta fecha todo se había flexibilizado un poco y las restricciones variaron mucho en las diferentes provincias—. Originalmente, el confinamiento iba a regir hasta el 31 de marzo. Ante la situación mundial se extendió seis veces. El 9 de noviembre Alberto Fernández confirmó el final del aislamiento social preventivo y obligatiorio (aspo) y el inicio del distanciamiento social preventivo y obligatorio (dispo). Comenzaba “la nueva normalidad”.
La pandemia dejaría diez millones de contagiados. Ciento treinta mil muertos. Incontables secuelas físicas y psicológicas en la población mundial.
Pero todavía no. Al 3 de marzo nada de esto había pasado. El 3 de marzo, hace cinco años, esto apenas comenzaba.
Fuente. Infobae